Me gustaría escribir que no existe la más mínima posibilidad de que el gobierno de los Estados Unidos tenga una incursión militar en México, pero no sería verdad. De hecho, ha sucedido varias veces. No me refiero a la guerra y la invasión de 1846 que terminó, un tristísimo 2 de febrero de 1848, con la pérdida de más de la mitad del territorio mexicano; ni a la llamada “expedición punitiva” organizada para castigar la incursión de Pancho Villa a Columbus, Nuevo México, en 1916.
No. Hablo de intervenciones mucho más recientes, como la del secuestro de Ismael “El Mayo” Zambada, que desató la guerra entre bandas enfrentadas que ha bañado de sangre y de zozobra a Sinaloa. No hace mucho, supimos de la operación llamada “rápido y furioso” que distribuyó armas entre organizaciones criminales para rastrear sus usos y destinos y acabó perdiéndoles el rastro y expandiendo la violencia en territorio mexicano. Hoy sabemos que hay drones militares volando sobre México, pero no sabemos para qué ni tampoco qué secuelas vendrán tras ellos.
Los Estados Unidos siempre han tenido un doble rasero moral para juzgar lo que toleran en su territorio y lo que hacen fuera de él. De hecho, ha sido la única democracia del mundo que ha combatido a otros regímenes igualmente democráticos para hacer prevalecer sus intereses. Ahora que estamos recordando a Eduardo Galeano a diez años de su muerte, bastaría volver a leer Las Venas Abiertas de América Latina para constatar que esas intervenciones americanas (¿antiamericanas?) han sucedido una y otra vez a lo largo de nuestro continente. La democracia más poderosa del planeta ha preferido convivir con dictaduras más o menos sometidas que negociar con otras democracias consolidadas.
Por otra parte, el presidente Donald Trump ha mostrado que es un ludópata del poder y la política. Su afición por los casinos es una metáfora de su forma de entender el mundo: para él, todo es un juego que gana quien apuesta con más fuerza y convicción porque sabe esgrimir sus “leverage” (su influencia, sus palancas, su poder). Hasta ahora, sus fichas se han ceñido al tablero de los aranceles. Pero ya anticipó hasta dónde estaría dispuesto a llegar al designar a seis cárteles mexicanos como organizaciones terroristas internacionales y revelar, con desparpajo, que la Casa Blanca no ha descartado ninguna opción para enfrentar a esas organizaciones a quienes se culpa del tráfico de fentanilo.
Si el presidente Trump decidiera intervenir con armas para detener a algunos capos de los cárteles o para destruir laboratorios, casas de seguridad o campos de adiestramiento en territorio mexicano, pondría al gobierno de Claudia Sheinbaum entre la espada y la pared y nos llevaría, como país y como región, a una situación apenas comparable con las que vivimos en el Siglo XIX. La tecnología de esa intervención violenta sería distinta, pero la motivación y la reacción serían las mismas. En materia de poder, casi nada ha cambiado.
De ahí que, aunque una decisión de esa magnitud fuese aplaudida por la mayoría en los Estados Unidos, no tengo ninguna duda de que en México sería reprobada de manera casi unánime. De suceder, renacería el nacionalismo de bandera, tequila y canto; y los cárteles, cuya fama pública se ha ido arraigando tanto como sus redes y tentáculos (véase nomás el éxito de los corridos tumbados), podrían acabar convertidos en héroes patrios para el imaginario popular. Y si Trump quisiera insistir en que esa intervención habría respondido a la complicidad entre el gobierno mexicano y las organizaciones criminales, las consecuencias serían funestas.
No es imposible que eso suceda ni que los esfuerzos diplomáticos de México para lidiar con el ludópata sean traicionados. Pero en ese juego, todos acabaríamos perdiendo.
Investigador de la Universidad de Guadalajara