Durante siglos, el poder estuvo en manos de los Estados. Monarquías, repúblicas y dictaduras definieron el destino de la humanidad. Pero en el siglo XXI, algo ha cambiado. Ya no son los gobiernos quienes imponen las reglas del juego, sino las grandes corporaciones tecnológicas. Empresas como Google, Amazon, Microsoft y Meta han acumulado una influencia que rebasa la de muchas naciones.

En este nuevo orden, los Estados parecen cada vez más débiles frente a estas gigantes que controlan la infraestructura digital del mundo. Nos acercamos peligrosamente a un modelo que recuerda al mercantilismo del siglo XVII, cuando compañías privadas como la Compañía Británica de las Indias Orientales o la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales no solo comerciaban, sino que gobernaban territorios.

Las tecnológicas han llevado al capitalismo a una fase que algunos economistas llaman “tecno-feudalismo”. Unas pocas empresas concentran los recursos clave del siglo XXI: los datos, la inteligencia artificial y la infraestructura digital. Si un gobierno quiere almacenar información crítica, probablemente recurra a servidores de Amazon o Microsoft. Si un país quiere inteligencia artificial avanzada, tendrá que negociar con Google u OpenAI.

Es así como los intentos de regulación parecen débiles. Europa ha tratado de limitar su poder con leyes como el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR). En Estados Unidos, el Congreso ha llamado a declarar a los CEOs de Silicon Valley para responder por su influencia en la democracia. En China, el gobierno ha impuesto controles estrictos sobre empresas como Alibaba y Tencent. Sin embargo, ninguna de estas medidas ha frenado su avance.

El caso más preocupante es la inteligencia artificial. OpenAI, Microsoft, Google y Amazon están en una carrera por desarrollar sistemas que redefinirán la economía y el empleo. Estas corporaciones tienen la capacidad de decidir qué sectores desaparecerán, qué trabajos serán reemplazados y qué conocimientos serán relevantes en el futuro. Su poder no radica solo en la tecnología que crean, sino en la forma en que la imponen al mundo.

El verdadero peligro es que este cambio de paradigma no se está dando por revolución ni por conquista, sino por conveniencia. Nos hemos acostumbrado a depender de estas empresas para todo. Y en ese proceso, podríamos estar entregando nuestra soberanía, tal como lo hicieron los imperios del pasado cuando dejaron que compañías privadas manejaran sus territorios. ¿Estamos dispuestos a aceptar ese destino?

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