Hoy recordamos una carta que escribiera en 2009 Anselmo Estrada Alburquerque y que fuera publicada en el libro 70 cartas a Pachuca, coordinado por el licenciado Raúl Arroyo y patrocinado por la Presidencia Municipal de Pachuca, cuya edición estuvo a cargo del licenciado Abraham Chinchillas. A continuación, transcribimos la carta para disfrute de los pachuqueños, que en su texto lleva la nostalgia por un Pachuca que ya no es:


“Querida y hermosa Pachuca:

Han transcurrido catorce décadas de que tú, querida Pachuca, señoreas nuestros azules cielos como ciudad capital de la entidad dedicada al Padre de la Patria. Permite que te alabe y recuerde lo que significas para mí todo lo que tú, Bella Airosa, has dejado impreso en mi corazón y mi pensamiento.

Pachuca, yo, tu siervo, confieso que extraño las serenatas de la otrora Banda de Charros, cuyos acordes eran remontados por los vientos y hacían eco en las callejuelas de los barrios altos; suspiro por las armoniosas notas que acompañaban los pasos de los muchachos y las muchachas que se daban cita en la pérgola, los jueves y domingos, para recorrer una y cien veces la plaza Independencia.

Recuerdo que grupos de jóvenes caminábamos alrededor del Reloj Monumental y cuando tañían las siete campanadas de la noche, la batuta del maestro Leonardo Domínguez, Marquitos, ordenaba a sus músicos iniciar los compases del pasodoble Hidalguense, con el que abría y cerraba las viejas audiciones la famosa Banda, que no sólo entonaba marchas, como la de Zacatecas, valses, polkas y melodías de moda, pues también salían de su repertorio obras de los clásicos. La tanda melodiosa concluía al repiquetear el carillón de la Torre las nueve de la noche.

Siento nostalgia por las antiguas y rítmicas notas del Buen Míster, campaneadas por nuestro centenario Reloj, al marcar los “cuartos”, las “medias” y las horas, de todos los días, y las veces que echaba a vuelo sus bronces en las fiestas cívicas de septiembre aunado con el ruidoso y cimbreante detonar de las cámaras de dinamita que los mineros de la Sección Uno hacían estallar en las faldas del cerro de Coronas (El Lobo, hoy).

Nos vemos en el Centro…Nos vemos en la Pérgola…Nos vemos en el Reloj, era la frase clave para reunirnos en el centro neurálgico de Pachuca: tu corazón, el sitio de identidad de quienes nacimos y crecimos arrullados y acariciados por los susurros del dios Eolo, deidad eterna, como eternos los vientos que te arrebujan.

Pachuca, no puedo borrar de la memoria el sonido matinal y meridiano de los silbatos de la hacienda de Loreto, de la mina San Juan Pachuca y de otras fábricas que anunciaban el inicio y el fin de las jornadas laborales.

Me entristece la ausente valiente silueta de los mineros coronados con su casco de baquelita, con el morral al hombro y la lámpara de carburo colgada del cinto. Recia figura que ya nunca más será vista por nosotros y por los hijos de nuestros hijos. El minero desapareció de tus barriadas.

Pachuca, lo decimos fuerte para que se oiga: los extranjeros acaudalados de distintas razas, credos y colores explotaron tu subsuelo y acabaron con todas tus vetas de plata y oro, y llenaron los panteones, durante cuatro siglos y medio, con miles de cadáveres de hombres jóvenes pertenecientes a veinte generaciones.

Pachuca, tú y Real del Monte guardaron una riqueza pocas veces igualada en el mundo: más de mil 300 millones de dólares (equivalentes a los precios de 1960), fortuna que los españoles, ingleses, norteamericanos y criollos mexicanos te arrancaron de tus profundidades. Nada de ese tesoro quedó para ti.

Pachuca, mucha de tu esencia se está perdiendo: las tradiciones y costumbres; los juegos infantiles; la identidad de tus calles y barrios y de quienes los habitamos… hasta la sonoridad de las campanas de tu Reloj. Pero el viento, no: “Pachuca no sería Pachuca sin su viento”, escribió Rafael Cravioto Muñoz, reafirmando: “el viento de Pachuca es el espíritu de la ciudad”.

Esos vientos propiciaban la elevación de los papalotes que surcaban tus cielos en los cuatro puntos cardinales, vientos que no impedían que los chamacos jugáramos en las polvorientas calles a las canicas, al yoyo; al balero y a los trompos; a echar carreras con los “encantados” y sufrir y gozar con el burro fletado.

Ya no existen, mi amada Pachuca, las salas cinematográficas enclavadas en tu núcleo urbano, donde nos placían las funciones populares de los viernes; las matinés de los sábados y domingos, y los estrenos domingueros de las películas en tecnicolor que proyectaba el cine Iracheta.

Cerraron sus puertas las grandes tiendas de abarrotes donde se surtían del mandado las amas de casa: “El lazo mercantil” sobrevive a las irreales “Casa González”, “El puerto de Manzanillo”, “La nueva Numancia” y otras en los barrios mineros.

Tu expansión urbana hacia el sur, el oriente y el poniente ha producido desmesurado crecimiento demográfico. Antes, en los años 50´, todo mundo se conocía; ahora, decenas de miles pueblan extensos fraccionamientos y colonias.

Pachuca, es lamentable la pérdida de tu sabor provinciano y la tranquilidad de tus habitantes; domina la desconfianza para caminar de noche por cualquiera de tus rumbos; nos asaltan dudas sobre la decencia o la honorabilidad de algunos nuevos vecinos que hicieron crecer rápidamente tus suburbios.

Pachuca de mis entrañas: de tus entrañas vengo y en tus entrañas reposaré. Antes de que mi andar mundano llegue al final de mi sendero, te digo, canto y escribo que llevo y llevaré grabada la imagen de tu señorial caserío enclavado entre los cerros que le dieron torrentes argentíferos a gran parte del mundo.”

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