Se espantan las élites europeas con el triunfo de la ultraderecha francesa. ¿Pues qué esperaban? si la inconformidad se extendió entre el sector francés tradicionalmente conservador cuya posición se fue afectando en la medida que se sentía desplazado por fenómenos como la migración, el crecimiento de concesiones a las minorías, una burocracia internacional opresiva y las estrecheces económicas. La viabilidad del modelo democrático occidental está sujeta a ciertas condiciones. Si se dejan de cumplir, la democracia se vuelve contra sí misma y se convierte en disfuncional. Paradójicamente una de esas condiciones es que opere dentro de ciertos límites que le impone el poder económico real.

No es gratuito que se emplee la metáfora “juego democrático” para aludir a los procesos que dan validez a la democracia como sistema de gobierno. En buena medida, la democracia se ha fundado en la ilusión de que concede totalmente el poder al pueblo. Eso es falso porque se limita a una cancha fuera de la cual deja de cumplir su función. Como toda metáfora, refleja los elementos fácticos del fenómeno al que se refiere. En ese sentido cobra actualidad el pensamiento aristotélico, según el cual el equilibrio de elementos aristocráticos y democráticos es necesario para la estabilidad de una sociedad.

En los países “democráticos” ese juego engaña a los gobernados, quienes creen que están decidiendo las medidas de gobierno, cuando en realidad solo escogen entre las opciones que les suelen ofrecer las élites económicas. Periódicamente se organiza un enfrentamiento que los medios siguen como si se tratara de una justa deportiva y la gente se entretiene hablando de las posibilidades de triunfo de los diferentes candidatos. Al fin opta por alguno de ellos. Esta opción conduce efectivamente a un cambio de administración del poder, pero no de ejercicio auténtico del mismo.

El juego funciona en tanto las necesidades fundamentales de la gente y el desarrollo de su vida cotidiana no se ven realmente afectados. Pero cuando aparecen problemas en esos ámbitos, la democracia corre el riesgo de evaporarse por arriba o desfondarse por abajo. Eso pasa si la verdadera súper élite que detenta un dominio trasnacional deja de comportarse como una “aristocracia” y se vuelve francamente una oligarquía.

La aristocracia entendida como el gobierno de unos pocos para beneficio general, es también un tipo ideal. Su actuación real consiste en que esa minoría combine su naturaleza oligárquica con ciertos elementos aristocráticos que se traduzcan en beneficios para la población. Si no es así,  los temores metafóricos de evaporación o desfondamiento se convierten en realidades. El pueblo demuestra su hartazgo con el sistema y busca refugio en alguno de los extremos. Si se emplean los procesos democráticos para destruir a la democracia misma, acaba el juego y esta se evapora para transformarse en dictadura de derecha. Si la desesperación colectiva conduce al abandono de las reglas y la desfondan las masas revelándose violentamente, se entroniza la anarquía para desembocar en dictadura de izquierda.

En Europa y EE. UU. se presentan síntomas de una peligrosa derechización. La victoria de Le Pen en Francia es motivo de preocupación por su eventual efecto dominó, pero nadie puede darse por sorprendido.

Investigador de El Colegio de Veracruz y Magistrado en retiro.

@DEduatdoAndrade

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