Uno de los fenómenos más alarmantes de la crisis de seguridad en México es el del reclutamiento de jóvenes por parte del crimen organizado que, entre otras cosas, se ha convertido en una fuente inagotable de recursos humanos para la criminalidad. Los cárteles han sabido llenar el profundo vacío dejado por el Estado en muchas regiones, uniendo a sus filas a estos jóvenes que utilizan como carne de cañón y reemplazan fácilmente, pues dentro de la lógica del crimen organizado la vida de sus propios integrantes carece de valor. Se estima que el narcotráfico da trabajo a cerca de 185 mil personas, una cifra que lo coloca como el quinto mayor empleador nacional.
Esto revela al menos 3 dimensiones del problema: afecta a las víctimas directas del crimen; impacta a los miles de jóvenes que por una compleja interacción de factores sociales, económicos y culturales terminan formando parte de las estructuras criminales (diluyendo la línea entre ser víctima y victimario); y dificulta el trabajo a las autoridades encargadas de la seguridad, que han mantenido como estrategia la captura y los decomisos, sin entender que el narcotráfico -más que un enemigo concreto- es un fenómeno social difuso y profundamente arraigado.
Millones de jóvenes enfrentan contextos marcados por la exclusión social, la precariedad laboral, la violencia estructural y la falta de oportunidades educativas. Esta realidad se acentúa en territorios donde los factores de riesgo son múltiples y convergen: pobreza, deserción escolar, violencia intrafamiliar, adicciones, estigmatización y la presencia activa del crimen organizado. En estos espacios, el abandono institucional, la falta de alternativas viables, y la narcocultura que idealiza el estilo de vida de los narcotraficantes, abren la puerta al reclutamiento de juventudes por parte de redes criminales que ofrecen ingresos inmediatos, identidad y sentido de pertenencia, aunque sea a costa de su libertad y futuro.
El modus operandi del reclutamiento para el crimen organizado, el sicariato y la venta de drogas tiene diferentes matices, que van desde la voluntad, pasando por la persuasión, la amenaza y el engaño, hasta la coacción. Es cambiante y se adapta al contexto y a los perfiles disponibles. Pero en todos los casos, el reclutamiento juvenil es propiciado por la desigualdad y el abandono institucional: jóvenes en situación precaria ven el crimen organizado como una salida fácil de la pobreza, además de que son propensos a engaños y falsas ofertas laborales; aquellos con carencias afectivas encuentran en los grupos delictivos pertenencia y reconocimiento; y los que viven en comunidades marginadas y controladas por el crimen, están a merced de cárteles particularmente sanguinarios como el de Jalisco Nueva Generación o el del Noreste, que amenazan o secuestran, y obligan a los jóvenes a unirse a sus filas. Aún más, cuando son detenidos y cargan con antecedentes, muchos sienten que ya no tienen salida y se hunden más en el crimen. Al salir de prisión, no tienen a dónde ir, y si regresan a sus comunidades, los vuelven a reclutar.
La inserción delictiva como opción de vida es ilimitada, tal como lo son las juventudes con carencias económicas, afectivas y educativas en México. Dado el contexto de inseguridad, crecimiento y dispersión del crimen, uno de los pendientes inaplazables de nuestro país es incluir y proveerles espacios y alternativas. Es inaplazable que las políticas públicas reconozcan la heterogeneidad de las juventudes y de las motivaciones que los llevan a unirse al crimen organizado, y atiendan sus realidades con enfoque territorial, interseccional y de derechos.
Las estrategias de prevención deben ser integrales, ir más allá de becas o pasantías temporales, e incorporar elementos de formación en competencias básicas, atención emocional, construcción de proyectos de vida y acompañamiento personalizado. Solo así será posible arrebatarle al crimen su base social de jóvenes vulnerables, cortar ciclos de violencia y construir rutas reales de inclusión para quienes más lo necesitan.
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@EuniceRendon