Aquella tarde de hace acaso una década y luego de comer con Raquel Tibol (1923 – 2015), la afamada crítica de arte me predijo o vaticinó de súbito: “Usted va a suicidarse.”.

No voy a negar que me impresionó que una persona, sobre todo tratándose de una mujer sabia y experimentada, me lanzara tan de frente esa tremenda profecía. No obstante el mal agüero y a punto de que su enfermera la condujera a un automóvil le respondí a bote pronto, alejado de cualquier profunda meditación. “No, Raquel. Yo cuando era niño fui a Acapulco. Y me sentí más feliz que ningún otro niño en el mundo.” Ella se marchó mientras yo reflexionaba en mis palabras: ¿Por qué le había soltado tal disparate? Es probable que un niño que fue feliz en el Acapulco de los años setenta jamás tendría que pensar en la muerte o hacerse a un lado del tumulto de los vivos. Esta fue mi conclusión años después del encuentro citado.

En el año 2007, Miguel Calderón publicó un libro (Turner-Kurimanzutto) titulado de manera homónima, sólo que refiriéndose a su abuelo: “Cuando mi abuelo murió, lo único que me heredó fue una caja con estas fotos”, escribe Miguel al final del volumen, el cual me devolvió en seguida al Acapulco de los años setenta, aunque el total de las páginas muestra fotografías de su abuelo acompañado por más de un ciento de hermosas mujeres viviendo y encarnando el jet set de aquel entonces. Un libro de arte, en cierta forma pariente lejano del que recién (2024) acaba de publicar la editorial Fauna, de Sara Schultz, en cuyas páginas el mito, la ficción, la nota periodística, el cuadernillo informativo estilo fanzine, el diseño artístico, y, principalmente, las fotografías y el testimonio de Adam Wiseman (Ciudad de México, 1970, y neoyorquino de tradición) logran una complicidad gráfica fuera de la expresión común: un Acapulco popular y sin la presencia mítica de Elvis que, como sabemos, nunca puso su copete enloquecedor en el entonces puerto más glamuroso de México.

El Acapulco que, en mi caso, me ha mantenido vivo contra la profecía de Raquel, incluía las playas de Caleta y Caletilla, Puerto Marqués, Revolcadero, así como el golfito, los jeeps que se alquilaban en el hotel Las Brisas, y los relatos que hacía mi madre acerca de su hermano mayor que, según ella, se lanzaba desde el famoso risco de La Quebrada. Fue este, además, mi primer viaje en avión y también la única vez que me trepé al lado de mi padre en un yate de pesca y volé en un paracaídas arrastrado o jaloneado por una lancha en las aguas de la playa Hornos, si mal no recuerdo. Lo he narrado ya en alguna novela.

Todo ello, por supuesto, sucedió antes de leer la crónica de Ricardo Garibay, Acapulco, que expone las colonias del puerto pobre y brutal que le ofrece al mundo, miseria tras bambalinas, su sonrisa de oro y galanura (creo que fue publicada en el libro De lujo y hambre, que puso en circulación la editorial Nueva Imagen). No estuvo Elvis Presley en Acapulco, pero sí Brigitte Bardot, a quien descubrí hace algunos años paseando en el bulevar de Sébastopol, ya demasiado acariciada por el tiempo; y Johnny Weissmuller, atleta y nadador olímpico a la vez que interprete en Hollywood del más icónico Tarzán de todos los tiempos. Los mitos que despertaban las celebridades se depositaban en las playas del puerto al que arribara alguna vez, en 1803, Alexander von Humboldt, y que apoyara como a ningún otro puerto el presidente Miguel Alemán, en el siglo XX.

Por nuestra parte, me refiero a mi familia, pasamos a principios de los años setenta las más formidables vacaciones cuya bondad y recuerdos no me han permitido suicidarme.

Después de varias décadas tuve oportunidad de pasar algunas noches en el departamento del abuelo de Miguel Calderón cuyo fantasma no permitía conciliar el sueño a Yolanda, y mucho menos a mí que siempre he sido un gato encerrado, tosco y atribulado. Termino citando el final del libro de Adam Wiseman en sus propias palabras: “Buscando el Acapulco de Elvis sentí el abrazo de la violencia, cuando el clavadista que me invitó a conocer su casa y a probar las pescadillas que nos preparó su madre, me llevó a un barrio donde rejas que no ves se abren.” ¿Alguien desea ir a Acapulco hoy en día? Yo no destruiré los buenos gestos de mi memoria, de eso estoy seguro.

Google News