Amor mío, desearía colmarte de flores y de insultos”. Recuerdo vagamente esta línea escrita por un poeta italiano. Me sobrecoge porque descubre los sentimientos que me despertaron algunos episodios sucedidos en mi pasado. No existe nadie a quien uno ame tanto que en algún momento no le despierte la rabia y el desasosiego. El amor es un panorama mítico hacia donde nuestras barcas desean orientarse, mas en tantos casos la almadía se despeña en alguna cascada inesperada. Los griegos —nos dice el escritor suizo Denis de Rougemont en El amor y occidente— consideraban que el amor era una enfermedad; y Plutarco escribió lo siguiente acerca del amor: “Algunos pensaron que era una rabia... Así, a los que están enamorados hay que perdonarles como si estuvieran enfermos”. Pero basta, el amor es una invención de la gravedad, efecto de la atracción, una fuerza a la que llamamos de esa manera, amor, mas la palabra carece de realidad, es un ardid lingüístico y una especie de enfermedad que tomó fuerza literaria a finales de la Edad Media (comienzos del Renacimiento) y que la mayor parte de las veces se disipa o se consolida.
Confieso que los celos me causan cierta extraña felicidad. Ser celoso es uno de los alicientes más efectivos para conocer la vida: un aprendizaje. ¿Se sufre a raíz de ello? Claro que se sufre, y aún más: un temor metafísico se instala en el estómago y la mente se torna un cráter de tormentos y de hipótesis descabelladas: ¿Dónde o con quién estará el amado o la amada? Si pudiera no sufrir celos elegiría por la ataraxia o la indiferencia, pero aquellos no preguntan. Por otra parte los celos nos muestran que la posesión es imposible e idiota. El deseo de apropiación crece hasta que explota en alguna tragedia y desaparece dando lugar a los actos más tristes o ridículos. O al contrario, se torna una actividad cotidiana que incluso llega a disfrutarse: una costumbre o un estímulo provocando resignación amable. Nadie posee a otro ser por más que el amor nos time con sus cuentos y los celos nos demuestren que somos indefensos ante las pasiones que nos desbordan. Yo siempre he sido celoso hasta que descubrí que la soledad es la conciencia oculta y verdadera: el misterio que hace de las suyas. ¿Y qué tendría que hacer o haber hecho yo cuando los celos me acometían? Carezco de ánimo policiaco y sólo me veía a mí mismo como un espectador de mi patética conducta. Los celos, en consecuencia, son una filosofía nietzscheana, un aprendizaje invaluable en el que no se aprende nada: de allí su valor.
Si yo le digo a una persona que le regalaré un libro y no lo hago, o sé de antemano que estoy haciendo una falsa promesa, entonces cometo un engaño: soy un defraudador. En cambio, si uno le declara a alguien su amor y al día siguiente se acuesta con otra persona no engaña a nadie. Incluso se puede amar a varias personas a la vez sin caer en una contradicción flagrante. En estos asuntos, el engaño se revela como dudoso y la fidelidad sacerdotal es un sacrificio demasiado alto en este mundo colmado de atracciones. Las leyes de la atracción son ambiguas e inescrutables. Uno decide hasta dónde permitir que un concepto tan vago como el amor, pero tan acendrado en las costumbres humanas, manipule nuestros actos y pensamientos. Los celos sí que poseen realidad y nos hablan al oído, torturan y construyen monstruos y ficciones. Son tan terribles que nos apartan de la prudencia y nos llevan incluso a inmiscuirnos en la vida personal e íntima de nuestras parejas, amores, o amistades.