l inicio de su clásico Masa y Poder (1962,) Elías Canetti propone que el tumulto, la multitud “en bola” (como le decimos cariñosamente en México, sin racismo ni clasismo) se define esencialmente como la “inversión del temor a ser tocado”. Si usted anda solito o solita y siente ese temor a ser tocado (es decir, si se siente más a gusto que andando en bola), es usted una persona civilizada, distinta a quienes no solo no temen ser tocados sino que lo ansían.

En tiempos de campaña electoral en México es fascinante mirar en la TV a millones de compatriotas (de “pueblo raso” a ladinos) que han perdido totalmente el “temor a ser tocados” y, en cambio, son felices, sumergidos en la igualdad de la bola, determinada por el poder de la ideología que baña a sus masas respectivas.

¿Hay algo de tristeza en la candidata Claudia? Delgada, casi escuálida, empeñosamente ávida de repartirse entre sus vasallos, acata lo que antes se llamaba “el baño de pueblo”: el arte de dejarse arrastrar por el pueblo mientras se piensa: “¿acaso no soy su líder?”.

Se entrega a la masa sin reserva, a sabiendas de que será manoseada, jalada, sometida, estrujada, apachurrada, retacada en miles de selfis, con su cachete sin temor a ser tocado por otro cachete. Rara cosa esa de dejar constancia de que hubo tocamiento con una selfi; de que hubo choque cuantificable entre la masa y el poder de las individuas. De que se ha navegado entre miles que fingen ser sus amigas y amigos; que fingen morir de dicha a condición de que haya foto: las caras juntas, los alientos trenzados, el beso baboseante como firma de lealtad; la fantasía de amistad con la candidata, sellada con una constancia de lápiz de labios que dura dos segundos. La ropa llena de mocos y sudor: el preámbulo al momento glorioso de enseñar que se está en cabal posesión de, por lo menos, una axila.

Es una masa conglomerante y alborotada, poseída por un entusiasmo para mí (dicho esto sin clasismo ni racismo) incomprensible. Una coreografía de saltos y jaloneos, gritos, manotazos e inacabable exhibición de uñas y dentaduras. El “baño de pueblo” que supone el “temor a ser mojado”. La masa de miles ondea, inicia su flujo y reflujo con el debido ritmo militante. La masa, nunca claudicante, le aporta musculatura y gordura, sudando como una fuente urbana. La masa agarra todo lo agarrable y la candidata soporta todo, heroicamente, sin otra defensa que su feliz dentadura.

Otra cosa singular es la de que el paseo ocurra por calles ya de suyo retacadas de fotos y letreros de la candidata, que le reafirman su amor espejeante. Ha de ser extraño caminar por una calle en la que cada tres metros un poste o un ladrillo asegura que uno es el amo de la patria. Y así hasta decir adiós adiós y la modita esa de ponerse la mano en el corazón.

Y después con el fastidio de la transformación de “la bola” en “las masas”, concepto menos caótico, más moderno y hasta científico, con el que el nuevo partido de la nueva revolución institucionaliza su vocación de arriero elegido. Ah, esos tiempos —a la vez olvidados e inminentes— en que “las masas” eran, si acaso, la multitudinaria proyección de la voluntad de un único, plenipotenciario, tricolor presidente (y ni siquiera de la totalidad del presidente: sólo de su dedo.)

Obviamente, cuando nuestra cojitranca democracia dio su titubeante paso a la alternancia, la idea de las “masas organizadas” del PRI ingresó a un estado latente que ha sido ya revivido por el MoReNa, con todo y matracas: ese popular instrumento de tortura colectivo (dicho sea sin clasismo ni racismo).

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