“En el paraíso de la impunidad lo que es peligroso es denunciar un delito, no cometerlo”, escribió ayer Jesús Silva-Herzog Márquez en su editorial semanal. Se refería al evidentemente plagio de tesis que cometió cierta dama denodadamente justiciera, un plagio que se hizo en obvio contubernio con una directora de tesis muy comprensiva.
Bueno, pues el comentario de Silva-Herzog se refiere a que esa directora de tesis lanzó una trabucada “demanda civil” que (con el apoyo de una jueza también muy comprensiva) le ordena a las autoridades universitarias pagarle 30 millones de pesos a la pobrecita por haberle causado “daño moral”.
Ese “daño” consiste en haber señalado a la directora comprensiva como la industriosa propietaria de una panadería que durante años vendía bolillos de tesis y teleras de títulos a algunos y algunas estudiantes duchos y duchas en el arte del plagio. La UNAM procedió, claro, a expulsar a esa Maestra Milagrosa, luego de las investigaciones perentorias, tanto las públicas y notorias como las que su pupila, la denodadamente justiciera plagiaria, consiguió prohibir que la UNAM difundiese. (Sobre esto debe leerse también otro escrito puntual, “Amenaza de 15 millones”, que firma Javier Martín Reyes aquí en EL UNIVERSAL.)
Ya he escrito mucho sobre el arte de plagiar que este nuevo giro en los acontecimientos eleva al rango del negociazo. Es un arte que ensucia la responsabilidad de pensar con dignidad, abate la calidad de la enseñanza, azuza el cinismo general, pervierte a la juventud, debilita a la inteligencia crítica, recompensa ladrones y malogra a la Patria al vitaminar la noción de que mentir y falsificar rinde más que el honesto honrado.
El plagio intelectual es el contagio a la vida académica de una cultura que reconoce al robo no como un acto inmoral sino como encomiable pericia. A diferencia de otros lugares, donde un ladrón se desacredita para siempre, los plagiarios en México suelen salirse con la suya. Antes que orillarlos a la vergüenza, sus delitos multiplican la eficiencia de su cinismo: no sólo plagian, son intocables. Si bien esto no es tanto mérito suyo como resultado de un desgaste de la moral pública, aquí se puede ser un plagiario y seguir impartiendo cátedra, trepando en cargos políticos y académicos y firmando editoriales sobre el imperativo de fortalecer la moralidad nacional.
La UNAM, abochornada por esos hechos, se revisó y se corrigió: incluyó en su normativa la prevención del plagio como requisito previo de titulación y logró que ya no sea posible sin un previo juramento ético, así como la aceptación de que ser hallado en plagio supone expulsión inmediata y cancelación del título.
En el caso que nos ocupa, la contundencia con que la UNAM concluyó que la denodadamente justiciera alumna plagió su tesis, ayudada por su cómplice, fue ejemplar. Fortaleció así el ánimo de los universitarios serios y disuadió a quienes ven a la universidad como un trámite hacia la profesionalización de su inmoralidad. Pero, en fin, como argumenta Martín Reyes, “Si emitir lineamientos de ética es ilegal y sancionar el plagio es violencia de género, entonces la justicia no sólo perdió el rumbo, sino también la vergüenza”.
Los márgenes de esa vergüenza, desde luego, son inescrutables, como lo demuestra lo recién ocurrido. Una alumna pilla compra una cómplice para graduarse. La cómplice gana mucho “recurso” (como se dice ahora) durante años de graduar ineptos. Y si alguien la denuncia, la cómplice consigue una jueza comprensiva y cobra su moralidad en millones.
Un negocio cada vez más redondo.