“Seguiré escribiendo hasta que venga la muerte”, decía Mario Vargas Llosa. Y la muerte vino ayer por el último del “boom”, que fue en realidad el que lo hizo posible: el autor al que se debe el gran estallido de la novela latinoamericana.
En octubre de 1963, la aparición en Seix Barral de “La ciudad y los perros” enloqueció al mundo. No es un decir: de acuerdo con José Donoso, esa novela escrita por un muchacho de 24 años de edad se hizo popular en todos los países de habla castellana y “puso a hablar a todo un continente”.
Mario Vargas Llosa la había terminado en París, donde trabajaba por las noches en la Radio-Televisión francesa. Un año antes le habían entregado el premio Biblioteca Breve. Antes de él estaban Carlos Fuentes y Julio Cortázar, encarnando lo que luego se consideró “el primer momento del boom”. Pero en ese tiempo ninguno tuvo la proyección que logró Vargas Llosa con esa novela extraída de sus años de cadete en un brutal internado militar de Lima: el colegio Leoncio Prado.
Decía Vargas Llosa que todo lo que escribió en su vida partía de una imagen dormida en la memoria. Esa imagen podía despertar años o décadas después de haber sido registrada, y casi siempre lo hundía en un desasosiego que lo llevaba a escribir de lunes a sábado durante siete u ocho horas, “con horario de oficinista”, hasta que esa imagen se volvía una historia y tomaba vida propia.
Había llevado “La ciudad y los perros” a todas las editoriales y ninguna la recibió. Alguien le recomendó buscar al catalán Carlos Barral y la magia, las entrevistas, las traducciones se desataron. Más que ser lanzado por Seix Barral, Vargas Llosa fue el responsable del éxito burbujeante de esta editorial que se volvió legendaria.
De entre los escritores del boom –y hasta antes de la aparición en 1967 de “Cien años de soledad”, que llevó a Gabriel García Márquez a rozar regiones mitológicas—, Vargas Llosa era el de las portadas en Hola!, en Newsweek, en L’Express. Carlos Fuentes llevaba años avisando a todo el mundo que algo estaba pasando en la literatura latinoamericana, pero fue Vargas Llosa el que la puso bajo los ojos del mundo.
En su “Historia personal del boom”, José Donoso refiere que García Márquez se quejaba porque “todos los escritores son pobres y todos los editores son ricos”. Relata Donoso que a pesar del éxito de “La ciudad y los perros”, cuando Vargas Llosa se fue a vivir a Londres para trabajar como maestro universitario se encontraba en condiciones tan míseras que tuvo que alojarse en un departamento de solo dos habitaciones. En una escribía una obra maestra, “Conversación en La Catedral”, y en la otra su esposa trataba de mantener callados a los niños.
Se me ha quedado grabada esta anécdota: en aquel departamento había tantas ratas que cuando Vargas Llosa y su esposa no estaban cazándolas, se ponían a hablar de ellas: cuántas viste ayer, yo maté tres, creo hay una debajo de la mesa.
Se sabe que Vargas Llosa gastó el dinero que le dejó “La ciudad y los perros” en la compra de los 13 tomos de las obras de Flaubert. Su instinto narrativo, que era verdaderamente brutal, adquirió de la mano de ese maestro lecciones que lo marcaron de por vida. La agente literaria Carmen Balcells le ofreció un sueldo fijo para que no hiciera otra cosa que terminar de escribir “Conversación en La Catedral”.
Dueño de un poder narrativo arrollador, de un lenguaje que solo tienen los grandes escritores, y también de algo que solo puede definirse como una sabiduría que hace que al llegar a la última página sus lectores cierren sus libros perplejos, aturdidos, resoplando ante el prodigio que acaban de atestiguar, Vargas Llosa le asestó al mundo un conjunto de obras que no hay modo de morirse sin leer.
En la casa de mi adolescencia estaba “La casa verde” en una edición de Salvat. Más tarde fui uno de los 10,000 afortunados que compraron en puestos de periódicos de la ciudad de México la edición que lanzó Planeta de “La ciudad y los perros”. Terminé de fincar mi fe con “La tía Julia y el escribidor”. Cada quien los suyos: al final me quedo con “La guerra del fin del mundo” y “La fiesta del chivo”.
Hace apenas dos años Vargas Llosa se despidió de la novela con “Le dedico mi silencio”. A él, y con alguno de sus libros en las manos, habría que dedicarle el nuestro ahora.
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