Mair Webster es trabajadora social. Está convencida de que hace el bien y que su labor es absolutamente necesaria. Tiene bajo su tutela a una jovencita, Betty Arnulfsen, que según Mair “va a la deriva”. Betty tiene dos hijos y así la ve quien legalmente la ampara: “era bastante buena madre cuando vivía con sus padres…Entonces fue a un baile y conoció a ese cerdo asqueroso operador de grúa que la convenció de que se fuera a vivir con él —él tiene mujer y un hijo… pero él no quería ocuparse de los gemelos, así que ella simplemente se fue y los abandonó, dejando que sus padres cuidaran de ellos. Entonces el cerdo se largó con otra mujer y el padre de Betty no permitió que ella volviera a casa…”.

Así da inicio un cuento de Kingsley Amis, “Sangre en las venas”, originalmente publicado en la revista Esquire en 1958 y recuperado en el libro Cuentos completos (Impedimenta. Madrid. Traducción: Raquel Vicedo, 2015).

Las relaciones entre Mair y Betty son narradas por un trabajador de la biblioteca pública que las observa con atención, sorpresa y unos gramos de horror. No soporta a la primera y ve cómo la segunda se encuentra en un callejón sin salida. No les vendo la trama, aunque ya imaginarán que no puede terminar muy bien. Sin embargo, el retrato de Mair que hace el cronista es elocuente: habla sin parar, está convencida de tener la verdad sujeta en un puño, sus dichos son incontrovertibles (según ella), su conocimiento y superioridad moral la habilita para pontificar y guiar la vida de los otros (otra vez, según ella). Dice: “Estoy bastante orgullosa de mí misma”. Autosatisfecha y soberbia, lo es porque está convencida de que hace el bien sin mirar a quien.

Mair es una metiche, quiere modelar la vida de los otros. Y bueno, aunque había escrito que no vendería el final de la trama, Betty acaba en la cárcel acusada de robo. Disculpen. Cada intervención de Mair enfurece más a Betty y le indigna que no la deje vivir su vida. Quien presuntamente trabaja para protegerla contribuirá a su pérdida. Quien supuestamente se mueve por nobles intenciones acabará siendo un catalizador de sus desgracias.

Me recordó la historia de aquellas monjas que deseaban “salvar” a las niñas indígenas acercándolas a Dios, a las que trasladaban de sus comunidades al convento, sólo para que algunas de ellas, al salir, acabaran como prostitutas (La Casa verde, de Mario Vargas Llosa).

Y es que como dice la vieja y sabia conseja: “de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”. No bastan los objetivos nobles si no se toman en cuenta las circunstancias, las restricciones que impone el entorno y sobre todo si las aspiraciones y necesidades de los otros son suprimidas por decreto.

Informa el narrador hablando de Mair: “Esa mujer es un peligro…Da pavor pensar que es trabajadora social. Siempre con ese rollo espantoso de yo-lo-sé-todo, estoy segura de que sé lo que es mejor para los demás y no aguanto tonterías de nadie…”. Esa supuesta omnicomprensión es la que la convierte en un riesgo mayúsculo, la que desata su monólogo ininterrumpido, la que le impide escuchar a los otros, la que la vuelve impermeable a otras sensibilidades. Es un peligro no porque se mueva por buenas intenciones, sino porque cree que su visión de las cosas es la única legítima, la única correcta. Porque desprecia la complejidad del mundo y quisiera que él mismo resultara a su imagen y semejanza.

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