Ayer fue la última emisión del programa Agenda Pública de Foro TV, en el que venía colaborando desde hace varios años bajo la conducción de Mario Campos. El director del canal tuvo la amabilidad de llamarme para ponerme al tanto: otras prioridades y otros temas habrán de ocupar el tiempo que Televisa estaba dedicando a ese programa de análisis y discusión. El ciclo se cerró para nosotros.

Celebro que EL UNIVERSAL siga publicando mis artículos. Pero me doy cuenta de que la agenda pública –a propósito del nombre de aquella emisión hoy concluida—ha cambiado dramáticamente; y me hago cargo de sus consecuencias. Quienes pugnamos durante varias décadas por un cambio de régimen político en busca de la democracia fuimos rebasados. Nos derrotaron tres enemigos y dos batallas: la codicia y la miopía de los dirigentes de partido; el capitalismo de los milmillonarios y su tecnología implacable; y el caudal de resentimiento público azuzado por el discurso de odio. Además, perdimos las batallas de la creación de instituciones democráticas (no capturadas por agendas electorales) y la narrativa de la pausa y la razón que reclama una democracia de derechos. Nos derrotó la ambición de los juniors de la transición y la argumentación vacua, pero poderosa, según la cual todo podría cambiar si entregábamos todos los mandos a un solo partido y devolvíamos el poder a una sola persona: la prisa, la codicia y el encono hollaron el largo y empedrado camino hacia la democracia consolidada.

Así que la agenda de nuestros días es otra. La cuestión ya no es qué tipo de instituciones hacen falta para consolidar ese proyecto, sino qué hará el gobierno mexicano para resolver los problemas que nos desafían; ya no pasa por discutir cómo convocar y organizar grupos y personas para hacer valer derechos, sino cómo piensan distribuir ellos (los que mandan) los recursos públicos; ya no estamos ante una tarea común de largo aliento, sino ante el imperativo de la actuación maniquea y unilateral, con el menor número posible de contrapesos. Casi todas las preguntas han cambiado con el nuevo régimen político y, por supuesto, ninguna de ellas corresponde con lo que habíamos discutido y respaldado desde el final del Siglo XX.

Ante la contundencia de los hechos, hoy debemos preguntarnos por las nuevas fuentes de legitimación política. Esa tarea ya no le corresponderá al INE devastado que, acaso, se limitará a poner casillas y repartir boletas para acreditar votaciones dirigidas como las que tendremos en el mes de junio. La agenda ya no está en el fortalecimiento del federalismo, sino en las formas que adoptará el reparto del dinero público, disfrazadas con el nombre de programas sociales. Está en la estabilidad y el crecimiento económicos, amenazados por los juegos rudos del capitalismo de Estado orquestado desde China (y Rusia, India y Corea del Norte) y enfrentado con el neoliberalismo de un puñado de accionistas asentados en los Estados Unidos y en Europa. Está en la estrategia del gobierno para enfrentar/lidiar/pactar/controlar la violencia de los grupos criminales y su influencia en los asuntos públicos; está, de la mano con lo anterior, en el papel político, económico y social que jugará la Defensa Nacional en el nuevo tablero del poder; y está también en las respuestas que el gobierno mexicano tenga para defenderse de la obsesión xenófoba del presidente Trump.

Ese listado no agota la agenda de asuntos apremiantes (hay mucho más) pero sirve para ilustrar mi punto: lo importante ya no es cómo se distribuye el mando ni cómo moderarlo, sino qué harán con ese poder acumulado. Entretanto, los necios de la izquierda democrática seguiremos repitiendo nuestra letanía en todos los espacios que vayan quedando disponibles, hasta el último aliento.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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