“Necesitamos a Groenlandia para la seguridad nacional... tal vez verán más y más soldados ir allí”, declaró ayer el presidente Trump en rueda de prensa con el líder de la OTAN, reviviendo su obsesión por Groenlandia.
Esta fijación, lejos de ser un capricho pasajero, se ha convertido en una estrategia calculada que revela mucho sobre la visión geopolítica de la administración Trump-Vance. Para ellos, Groenlandia no es solo un pedazo de hielo en el Ártico, sino un tesoro de riquezas naturales.
Así quedó claro cuando el vicepresidente J. D. Vance, en una reciente entrevista insistió en que “hay un acuerdo por hacer en Groenlandia”, destacando su importancia estratégica y sus valiosos recursos naturales. Esta retórica, que recuerda a doctrinas expansionistas del pasado, encuentra eco en ciertos sectores del Partido Republicano y en una base electoral que anhela un retorno a la grandeza imperial americana.
Lo más preocupante es la narrativa engañosa que emana de la Casa Blanca. Vance ha llegado a afirmar que Dinamarca no permite a Groenlandia explotar sus recursos, una mentira descarada que ignora la Ley de Autonomía de 2009, que otorga al gobierno groenlandés pleno control sobre sus recursos naturales. Esta tergiversación de la realidad no es un simple error, sino una estrategia deliberada para justificar lo injustificable.
El interés de Trump por Groenlandia va más allá de la mera adquisición territorial, representa una visión donde los recursos naturales y la influencia geopolítica se entrelazan de manera indisoluble. Para el presidente, Groenlandia no es solo un trozo de hielo en el Ártico, sino una pieza clave en su intención de alcanzar “the Golden Age of America”.
Esta obsesión tiene raíces en la historia americana; desde la Doctrina Monroe hasta la compra de Alaska, pasando por la adquisición de las Islas Vírgenes, EU ha buscado expandir su influencia territorial más allá de sus fronteras continentales. Sin embargo, en el siglo XXI, estas ambiciones chocan con un orden mundial que ya no tolera el colonialismo descarado.
Sin embargo, los groenlandeses parecen pensar distinto. Recientes elecciones han dado la victoria al partido Demokraatit, partido que se ha pronunciado a favor de la independencia, pero que también ha sido crítico con las intenciones de Trump. Su líder, Jens-Frederik Nielsen, ha sido contundente: “No queremos ser estadounidenses. Queremos ser groenlandeses”. Groenlandia no está a la venta.
Una encuesta reciente reveló que solo 6% de los habitantes de la isla querría formar parte de Estados Unidos. Este rechazo abrumador debería ser suficiente para disuadir cualquier intento de anexión, pero en el universo trumpiano, la voluntad popular parece ser un concepto anticuado.
El tiempo dirá si las ambiciones de Trump sobre Groenlandia son meras bravuconadas o el preludio de una política exterior aún más agresiva y unilateral. Lo que es innegable es que, en la mente del presidente, el mundo sigue siendo un gran negocio inmobiliario, y Groenlandia, podría ser su próxima gran adquisición.
Esta visión, lejos de “hacer grande a América de nuevo”, amenaza con aislarla en un mundo que ya no tolera los sueños imperiales de antaño. En última instancia, el espejismo ártico de Trump no es solo una amenaza para Groenlandia o Dinamarca, sino para el orden internacional basado en reglas que han mantenido la paz y la estabilidad durante décadas.
Si Estados Unidos, bajo el liderazgo de Trump, decide perseguir esta fantasía colonial, el costo podría ser mucho mayor que cualquier riqueza mineral que puedan extraer del hielo groenlandés, podría significar el fin del liderazgo moral americano en el mundo y el inicio de una nueva era de desconfianza y aislamiento.
Mientras el hielo se derrite en el Ártico, revelando nuevas rutas marítimas y recursos inexplorados, la fiebre de los recursos minerales y las tierras raras del siglo XXI está en pleno apogeo. Y Trump, fiel a su estilo, está decidido a plantar la bandera estadounidense en el polo norte, aunque tenga que derretir el hielo con sus propias manos.
Analista. X: solange_
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