“Es un coctel de provocadores” “hay mano negra” “son vulgares actos de provocación”. Así se ha referido en la última semana el presidente López Obrador sobre los manifestantes de Ayotzinapa, luego de las protestas que llevaron a cabo en la Ciudad de México.

“Se trata de profesionales de la violencia […] de un grupo con intereses ajenos a los de la sociedad”. No, este no es Andrés Manuel López Obrador hablando sobre los padres de Ayotzinapa. Este era Carlos Salinas de Gortari en 1994 luego del levantamiento zapatista.

En los gobiernos de corte autoritario existe una línea muy fina que los lleva a apoyar o retirar apoyo a distintos grupos de acuerdo al momento histórico y a la conveniencia política del momento. El vituperio contra un grupo o grupos sociales que manifiestan posturas contrarias al actuar del gobierno, es la manera más común que los líderes autoritarios usan para deslegitimar sus acciones. “Si quito credibilidad a aquellos que me critican, mantengo el apoyo de quienes me apoyan" parece ser la lógica. Y ha sido la constante en el gobierno actual.

Pero lo que ha ocurrido con el caso Ayotzinapa es solamente un eslabón de una cadena de violencia que este 2024 ha ido creciendo a pasos agigantados. Violencia política, pero, lamentablemente también violencia criminal que se ensañado con Estados y Municipios de todo el territorio nacional sin que al momento parezca posible que el Estado pueda controlarlo.

El peligro de la violencia en un año electoral como el actual es que incidirá, invariablemente, en el proceso y el resultado de las elecciones. La violencia en un año de elecciones, despierta un fantasma peligroso: el voto del miedo.

El miedo nos hace actuar de forma irracional, el miedo es un arma para detener cambios. Ha sido, históricamente un arma fundamental para asegurar obediencia y mantener el status quo y por ello los autócratas se aprovechan de él para provocar un voto que busque “que las cosas no resulten todavía peor”.

En el fatídico año de 1994, que inició con el levantamiento armado zapatista en Chiapas y dejó un candidato a la presidencia, un obispo, y cientos de militantes del PRD muertos, el miedo a la violencia se volvió cotidiano.

Así, aquel lejano 21 de agosto de 1994, el 77% de los mexicanos con derecho a ejercer su voto, acudieron en masa a votar por el candidato del entonces partido oficial. El PRI, ganaba sin duda, la elección con el 50% de los votos. Ernesto Zedillo, quien se habría convertido en candidato luego del asesinato de Luis Donaldo Colosio, llegaba con suficiente ventaja electoral y mayoría absoluta en ambas cámaras del Congreso.

Lo negativo del escenario provoca temores, muchas veces infundados, de que el cambio, lejos de provocar más violencia podría terminarla. Por eso los mexicanos en 1994 votaron por la continuidad en lugar del cambio. Temen un gobierno sin control, grupos criminales que se adueñan del poder y un país con grupos políticos destruyendo las pocas instituciones funcionales.

Pero es ahí surge la opción. Porque ante el voto del miedo, se antepone el voto de castigo. Aquel que hace frente a la violencia y el miedo que crea y responsabiliza a quien ha provocado aquel entorno. Es claro que la violencia y la delincuencia son el tendón de Aquiles del gobierno actual. Los discursos del presidente y su candidata asegurando lo contrario son claramente inverosímiles para una población vulnerable que es la que la sufre cada día.

El voto de castigo nos permitió una alternancia en el poder en el año 2000 y nos ha permitido ir avanzando en un sistema, si bien con falencias, mucho más democrático que hace 30 años. En junio próximo los mexicanos decidiremos con nuestro voto si gana el miedo o nuestra esperanza de algo mejor.

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