Cada año, al acercarse los meses de octubre y noviembre, una conversación recurrente se desata en México: la supuesta amenaza que representa Halloween para el Día de Muertos. Muchas voces se alzan argumentando que aquella celebración extranjera desvía la atención de la significativa conmemoración que honramos en el país. Sin embargo, está situación se erige como una oportunidad para reflexionar en torno al dinamismo cultural que caracteriza nuestras festividades y cómo ambas pueden coexistir y enriquecerse mutuamente.
El Día de Muertos es una tradición profundamente arraigada en la cultura mexicana, cuya esencia radica en la creencia popular, de que los difuntos regresan al mundo de los vivos durante esta festividad. Esta expresión cultural, se erige como patrimonio cultural inmaterial de México y se manifiesta a través de distintas prácticas, creencias y tradiciones que varían de una región a otra.
Por otro lado, el Halloween tiene sus raíces en antiguas tradiciones celtas, particularmente en la celebración de Samhain, que marcaba el final de la cosecha y el inicio del invierno. Durante la noche del 31 de octubre, se creía que los espíritus regresaban a la tierra, lo que llevó a la práctica de encender hogueras y usar disfraces para ahuyentar a los fantasmas.
Nuestras tradiciones son parte fundamental de nuestra identidad y nos conectan con nuestra historia, por lo que, conservarlas y difundirlas, (en un contexto donde la globalización puede homogenizar las experiencias), se convierte en un acto de resistencia cultural. No obstante, el Día de Muertos y Halloween emergen como expresiones simbólicas que, a pesar de sus diferencias, pueden coexistir en un mundo cada vez más interconectado.
La cultura es un ente dinámico, siempre en transformación. Las tradiciones no son estáticas; se adaptan, evolucionan y se nutren de nuevas influencias, ¿Por qué no celebrar la vida y la muerte de maneras diversas? Ambas festividades ofrecen distintas perspectivas y al integrarlas, podemos enriquecer nuestra propia diversidad cultural. Además, la coexistencia de estas celebraciones puede convertirse en un espacio donde se aprecian y comparten tradiciones, sin que una desplace a la otra.
Al cerrarnos a la diversidad de expresiones culturales, corremos el riesgo de caer en una especie de fundamentalismo cultural que ignora la realidad contemporánea. En un mundo que a menudo polariza entre lo tradicional y lo moderno, donde las culturas interactúan constantemente, celebrar una festividad ajena, no significa renunciar a nuestra identidad, sino ampliar nuestra comprensión de lo que significa formar parte de una comunidad diversa.
La interacción con otras culturas puede enriquecer nuestra propia identidad, permitiéndonos adoptar nuevas costumbres y prácticas. Esto no implica renunciar a nuestras raíces, sino más bien nutrirnos de la diversidad y complejidad de éstas. No debemos perder nuestras tradiciones, ¡Claro!, pero tampoco está mal adoptar otras.