Para la fe cristiana, la necesidad y la adversidad no son signos de abandono divino, sino lugares privilegiados de encuentro con Dios, oportunidades de crecer con modestia, compasión y esperanza, parte del misterio redentor de la cruz, de hecho, es el camino de gracia y dignidad. Afirman que el mayor ejemplo lo dio Jesucristo que eligió nacer en un pesebre, vivir entre los humildes y enaltecer a los relegados, su pensamiento rezaba: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mateo 5:3). El evangelio no considera sublime la miseria, sin embargo, sí exalta y ennoblece al desamparado.

Predican que la fatalidad es ocasión de purificación y fortaleza. El sufrimiento es liberador cuando se une al de Cristo: “Completo en mi carne lo que falta al calvario de Jesús” (Colosenses 1:24), es un tránsito que purga el alma, tornándola menos egoísta; afianza la infalibilidad e inspira la piedad hacia los doblegados.

Básicamente centra el consuelo en medio de la angustia, enseña que el todopoderoso nunca deja en la orfandad, especialmente en el dolor: “El Señor está cerca de los quebrantados de corazón” (Salmo 34:18), testificaba que, el tormento es temporal a esta vida: “Los padecimientos del tiempo presente no se comparan con la gloria venidera” (Romanos 8:18).

La doctrina clama por la solidaridad, asegura que los piadosos son exigidos a servir a los que nada tienen y acompañar al afligido, en ellos mora el Salvador: “Tuve hambre y me diste de comer... lo que hiciste con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo obraste” (Mateo 25:35-40).

A los de púlpito, la marginación y el infortunio no son maldiciones, son entornos que pueden conducir a una profunda transformación espiritual, siempre que se exista con virtud, certeza y amor. Son también un llamado urgente a la rectitud, la caridad y el perdón. Niegan que sean designios directos del Ser Supremo, no obstante, las dota de sentido, no castigo, de adición moral, conversión y fraternidad. En síntesis, no las fomenta, las justifica.

El catolicismo ha perdido enormes espacios de feligresía. La mexicana es una sociedad sujeta a pruebas permanentes frente a la apatía de la iglesia. La violencia, la iniquidad, la corrupción, los abusos y el descaro, la lastiman a diario y no se trata de mandato un celestial, son actos humanos tolerados por muchos, incluso por los de sotana.

¿Cómo decirle a una madre buscadora que ofrezca su desdicha al creador? ¿Al padre del asesinado que ore con fervor? ¿Al enfermo que ofrende su viacrucis con devoción? ¿A los injustamente encarcelados que se lo dediquen al Altísimo? ¿A quienes carecen de casa y alimentos que lo gocen con convicción? El dogma no da respuestas, es peor, se aleja de ellas.

Murió Francisco, el Papa de los desaventurados. Jesuita identificado con los olvidados, que intentó reformar a la monolítica institución, sin conseguirlo. En veinte días llegará otro al mismo abatido escenario. Quizá sea turno de un joven Cardenal que entienda que el apostolado está obligado a salir de la faustosa basílica de San Pedro o de plano hundirse en el disfraz de la misericordia que en el mundo terrenal no alivia nuestros males.

@VRinconSalas

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