Hubo un tiempo en que viajar en los camiones urbanos de pasajeros, los trolebuses y tranvías en la ciudad, costaba 35 centavos. El conductor recibía las monedas y a cambio entregaba el boleto —un rectángulo pequeño, de papel ligero, casi transparente— que tenía un número de folio. Por cierto, en los años sesenta, si la suma de los dígitos de ese código daba 21, con él en la mano podías pedirle un beso a una compañera en la escuela, y luego de verificar que la suma era correcta, era preciso cumplir so pena de fuerte sanción social.
Pero ese no es el tema de este escrito. En realidad, remite a otra cosa: como el costo del viaje era semejante al de un refresco, había días en que la sed mandaba y era preciso idear la forma de regresar a la casa, sin pagar, en el camión que nos tocaba: el “Vértiz-Narvarte-Merced-Anillo”. Entonces, cuando varios carecíamos de los centavos suficientes para la cuota del autobús, sorteábamos un orden determinado —supongamos: éramos siete— y los de adelante pasaban frente al conductor, que esperaba la entrega del dinero con el fajo de boletos en la mano, diciendo cada uno, y haciendo un gesto: “el de atrás paga”, y se escurrían entre la gente lo más rápido posible. (Este mecanismo funcionaba cuando el vehículo colectivo iba lleno, o lo que sigue de repleto). Al llegar el último, pagaba sus 35 centavos y cuando el chofer le decía: “¿qué pasó? Ya entraron seis y dijeron que tú pagarías sus boletos”… “Perdone señor, pero yo ni los conozco”. A veces funcionaba bien, pero si el hombre al volante era de armas tomar, se levantaba a buscarnos y había que huir. En fin, cosas de la memoria que recuerda lo que se le da la gana.
He dedicado varias columnas al tema de la educación media superior —asunto central en la propuesta educativa de la presidenta Sheinbaum— con el fin de mostrar diferentes puntos de vista. En el anterior, titulado el Bacheallerato, di cuenta del testimonio de varias maestras que me dijeron que, en ese lapso del proceso educativo, la tarea más importante es bachear los hoyos, las insuficiencias con las que llegan quienes arriban a ese nivel, para tratar de resolver lo necesario y, luego, emprender los contenidos que se les asignan.
Recibí, entonces, muchos comentarios: “sí, eso nos pasa también en la educación superior, vienen muy mal preparados de las prepas”; “tienen toda la razón las maestras, en secundaria nos encargamos de enseñar lo que no se aprendió en la primaria”; “llegan del prescolar sin saber ya no diga leer, sino las vocales, y así no se puede, profe”; “si vieras, Manuel, cómo está el primer ingreso a las maestrías o los doctorados: en la licenciatura parece que regalan los títulos, y las maestrías han de ser de fin de semana o por correspondencia”.
Mal está un sistema escolar si se rige por la constante queja del fracaso educativo en nivel previo, sea el que sea: incluso, si se trata de echar la culpa a la educación inicial previa al preescolar, o a las familias que desde el inicio de la vida no estimulan a sus criaturas: “¡habrase visto! ¡A los tres años no han leído ni El Quijote!
Y no habrá avances si en lugar de tratar de entender lo complicado del asunto, esto es, que el problema es que la carretera, toda, está maltratada por la pobreza y la desigualdad, la añosa desidia de las autoridades, la premura propia de las reformas (ya van tres en este siglo) que son cual chapopote diluido pues a la primera lluvia desaparece, nos hacemos guajes y declaramos, soberbios: “el de atrás paga”.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México
@ManuelGilAnton