Una de las deidades mexicas más inquietantes era sin duda Xipe Tótec, “Nuestro Señor el Desollado”, también conocido como el Tezcatlipoca Rojo. Fue uno de los dioses fundadores del universo y representaba la virilidad, la juventud, el amanecer, la masculinidad, el maíz tierno, la fertilidad, la regeneración y el renacimiento.
Para ello, utilizaba como vestimenta una piel humana, arrancada a una víctima viva, la cual simbolizaba la nueva vida. Sus representaciones muestran al dios cubierto de sangre, usando la piel recién desollada. Los sacerdotes de Xipe Tótec acostumbraban sacrificar víctimas humanas, a quienes les quitaban la piel estando vivas.
Luego, la piel era teñida de amarillo y se la colocaba un danzante, quien ejecutaba una grotesca parodia de los movimientos del dios. Quien vestía la piel era siempre un hombre enfermo de alguno de los males atribuidos al dios: sarna, llagas supurantes o enfermedades de los ojos.
Estos ritos se celebraban durante el segundo mes del año mexica, llamado por ello tlacaxipehualiztli (“desolladero de hombres”). La piel arrancada recibía el nombre de teocuitlaquémitl (“vestidura dorada”). A las víctimas se les extraía el corazón. Algunas de las víctimas eran asaeteadas, ya que la sangre que brotaba de sus heridas simbolizaba la lluvia que fertilizaba los campos. Se entonaba además un cántico para el dios, donde se le denominaba Yohuallahuana (“El Bebedor Nocturno”).
Los mayas compartían una visión similar. Para ellos, el inframundo se llamaba Xibalbá y también requerían la ayuda del perro para cruzar un caudaloso río; esto motivaba matar canes para colocar sus cadáveres junto al de la persona a quien se iba a enterrar. Se creía además que los jaguares o Balames ayudaban a los muertos durante su viaje, actuando como psicopompos. Los mayas también adoraban a Ah Cimih, también llamado Kizin, Yum-Kimil, Hun Ahau (“El Hediondo”), dios del inframundo. Se le representaba como un esqueleto con rostro de jaguar o un cadáver hinchado con cara de búho, adornado con campanas en el pelo.
Destacaba la leyenda de Xtabay, una mujer de cuerpo voluptuoso y larga cabellera negra, que corría desnuda por los parajes, atrayendo a los hombres hacia ella; cuando la alcanzaban, se daba la vuelta y les mostraba el rostro, que era una calavera descarnada: perseguían a un cadáver andante. En ese momento, las víctimas se daban cuenta de que estaban atrapados en un pantano, donde morían. Similar leyenda era protagonizada por Xonaxi Queculla, diosa zapoteca representada con los brazos descarnados, que seducía a los hombres para transformarse en esqueleto viviente en medio del acto sexual, llevándose a sus víctimas al inframundo.
En Sonora, en la comarca lagunera, las antiguas culturas del desierto acostumbraban colocar los cadáveres en posición fetal, colocarles sus posesiones más preciadas y sus instrumentos de trabajo, cubrirlos con una manta grande y amarrarlos con cuerdas hechas de fibras vegetales.
El cuerpo se ponía sobre un arnés formado con ramas, para luego ser transportado hasta una caverna donde, durante generaciones, los muertos fueron sepultados. Los restos se acomodaban sobre un lecho formado por hojas de nopal. Cientos de personas yacieron allí durante siglos.
En San Luis Potosí, un sacerdote usaba una máscara para realizar un ritual mortuorio; esta luego le era colocada al cadáver, junto al que se ponía un perro muerto, que portaba a su vez una máscara del dios Xolotl, dándole el poder para guiar al humano en su viaje. También se afilaban los dientes del difunto, para que se pareciesen a los colmillos de un jaguar y dotarlo de su fiereza.
Los teotihuacanos dividían el inframundo en varios sectores, y de acuerdo a ello era la manera en que disponían de los cadáveres. En el primer sector se hallaban los nonatos, bebés y niños; a estos se les enterraba en posición fetal. En el segundo entraban los adolescentes, a quienes se sepultaba con vegetales y huesos de animales.
Al tercero llegaban los adultos, cuyos cadáveres eran sentados dentro de grandes vasijas de barro, donde eran cremados; junto a ellos se ponía caña de azúcar y comida, y eran envueltos en mantas que se amarraban con cuerdas. El cuarto estaba destinado a los ancianos, quienes eran incinerados en hogueras alimentadas con madera; sus almas regresarían a la vida en forma de animales.
Existen varios cementerios prehispánicos en México; la cueva El Gigante en la Sierra de Chihuahua; los entierros en las cuevas de Candelaria, Coahuila; el enterramiento de Quiahuiztlan o las urnas de El Tajín, en Veracruz; los sepulcros de Tlatilco, Estado de México; las tumbas de tiro en El Opeño, Michoacán; los sepulcros de Tecomán, Jalisco; el centenar de tumbas halladas en Monte Albán, Zaachila o Mitla, Oaxaca; la lápida de Pakal en Palenque, Chiapas; los cementerios con figuras de cerámica en Jaina, Campeche; o las Columnas de Basalto en La Venta, Tabasco.
Muchas ciudades prehispánicas fueron abandonadas sin explicación conocida, quedando sus restos como metafóricos cadáveres urbanos. Las más conocidas son Teotihuacán y Tula (Tollan). Nadie sabe con certeza por qué los teotihuacanos y los toltecas abandonaron estas urbes y las razones más aceptadas, que apuntan a crisis políticas, religiosas o alimentarias, no explican la partida intempestiva de toda una ciudad. Hasta la fecha, sus muros silenciosos esconden un misterio sepulcral. En México, inclusive las ciudades mueren.
Un mito fundacional prehispánico afirmaba que los hombres fueron creados de ceniza o de maíz. De esta manera, comer productos elaborados con maíz era un acto de antropofagia simbólica. Enterrar un cadáver era la manera en que la tierra comía. La fosa abierta era una boca de la tierra que se debía nutrir, una boca que se alimentaba de cadáveres.
Como alimentos simbólicos, la tortilla imita al petate en el que se envuelve a los muertos y su contenido es el cadáver. Igual sucede con los tamales, cuya hoja es la mortaja que acoge al difunto.
De esta vinculación entre la muerte y la existencia mantenida por la alimentación, se originó el llamado “confuerzo”, la costumbre de ofrecer viandas durante o después de un funeral, como una manera de reafirmar la vida y alejar a la muerte mediante la comida, que nutre y prolonga el vivir. Es una paradoja que los cadáveres ayuden a sostener la vida: animales y plantas muertos son el nutriente de sus pares vivientes. Morir implica ser comido, asimilado, absorbido; para vivir hay que comer y para comer hay que vivir. En un sentido simbólico y cultural, pero sobre todo biológico, los vivos se alimentan de los muertos.
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